Felicitación a la Comunidad Educativa
Hablar de Domingo Faustino Sarmiento es hablar de uno de los arquitectos de la Argentina moderna. Fue un hombre apasionado, frontal y muchas veces polémico, pero convencido de que la educación era la llave para transformar a una Nación que nacía entre tensiones y desigualdades. Como maestro, escritor, político y presidente, impulsó la alfabetización, defendió la escuela pública como gratuita, universal y obligatoria, fundó escuelas normales, trajo maestras del extranjero y profesionalizó la docencia.
Sarmiento no actuó en soledad: fue heredero de un ideario que ya Manuel Belgrano había sembrado décadas antes, cuando proclamaba que la educación era la base de la felicidad de los pueblos. Belgrano, que destinó el premio de sus victorias militares a fundar escuelas, fue para Sarmiento el prócer más puro de la Revolución, un modelo de virtud cívica y compromiso con la instrucción pública.
La Ley 1420, promulgada bajo la presidencia de Julio Argentino Roca y redactada por Eduardo Wilde, materializó legislativamente este camino, consolidando en norma lo que Sarmiento había soñado y comenzado a construir: una educación pública, laica, gratuita y obligatoria.
Su carácter enérgico lo llevó también a confrontar con sus contemporáneos. La relación con Juan Bautista Alberdi, primero compañero y luego adversario, muestra cómo las diferencias ideológicas podían convivir con un mismo propósito: organizar el país. Así, entre acuerdos y disputas, ambos encarnaron la pasión de una generación que buscaba forjar un Estado moderno.
Al mirar con ojos críticos el legado de Sarmiento, debemos reconocer sus luces y sus sombras. La célebre dicotomía de “civilización o barbarie” lo llevó a despreciar culturas populares e indígenas, lo que hoy nos interpela y resulta inaceptable. Pero también debemos situarlo en sus cuestiones de época, cuando la prioridad era dar cohesión a un país fragmentado, consolidar un idioma común y organizar instituciones estables. Fue un progresista con contradicciones: visionario en su proyecto educativo, pero limitado en el reconocimiento de la diversidad.
Esa misma conciencia de cuestiones de época la descubrimos también en nuestras propias trayectorias escolares. Recuerdo a mi maestra de cuarto grado y a la directora de la escuela, mujeres firmes y exigentes, que hoy podrían ser juzgadas con criterios distintos a los de aquel tiempo. Sin embargo, ellas representaban las herramientas y el espíritu de una época: disciplina, esfuerzo, respeto. Gracias a esas convicciones se sostuvo la escuela en contextos de carencia, y gracias a esos gestos muchos pudimos avanzar. Si hoy valoramos más la inclusión y la diversidad, es porque nos apoyamos en esa tradición que nos antecede, con sus limitaciones pero también con sus fortalezas.
Por eso quiero cerrar con una convocatoria a una tregua intergeneracional de docentes. No se trata de culpas ni reproches. Son contextos distintos, con desafíos distintos. Los que recién comienzan en la docencia necesitan del ejemplo y de la experiencia de los mayores; y los mayores tienen una obligación moral de compartir, orientar y acompañar. No hay escuela sin pasado, ni futuro sin maestros jóvenes.
La enseñanza no es un territorio de enfrentamientos, sino un proyecto común que une generaciones. Como ayer Sarmiento y Belgrano, como ayer nuestras maestras y directores, hoy nos toca a nosotros unir fuerzas para que la educación argentina siga siendo la gran obra colectiva de un país que cree en el poder transformador de la escuela.